La crianza es colectiva

Comparto un texto que escribí hace ya unos meses, pero que dejé macerando. Mi hija está a punto de cumplir el año, pero cuando escribí este texto ni siquiera sabía sentarse sola. Ahora se sienta, se levanta, come, rie e incluso, a veces, intenta hablar. Sigo convencida de que la crianza es colectiva, y gracias a mis comadres (otras madres cercanas a mi con bebés) he descubierto el significado de eso aún más profundamente. Sigo preguntándome qué es ser madre, qué significa maternar, más allá de que un bebé salió de mi y ahora la cuido y la quiero con todo mi corazón. Hay un entramado, un contexto, que rodea a la maternidad. Descubro este pequeño rol poco a poco, sin un patrón que seguir, solo inspiraciones.

Una de mis comadres comentó hace tiempo que cuando la gente por la calle quiere dar algún consejo o decir algo sobre este mirol de crianza, puede ser que sea ese deseo de criar desde la comunidad (aunque la comunidad sea simplemente el habitar en un mismo lugar bajo una misma cultura) y que no necesariamente es una muestra de desaprobación a mi forma de maternar. Ese recordatorio sobre el frío o esa pregunta sobre su llanto no es -necesariamente- una altiva reprimenda, si no un deseo por ser parte de esa labor de crianza. Me gusta mucho esa observación, y la llevo conmigo desde que la escuché.

Sin más, paso al texto. Un abrazo.


Mi padre da vueltas de una esquina a otra de la habitación. Lleva en brazos a mi hija, que casi tiene cuatro meses, porque, si para o se sienta, llora. Veo sus pies espatarrados sobresaliendo del regazo de su abuelo, bamboleándose al ritmo de sus pasos.

Vuelvo la mirada a la lectura, estoy leyendo un ensayo sobre feminismos (otro más), desde una perspectiva nueva porque he devorado Apegos Feroces el día anterior. Pienso que he podido hacer eso gracias al padre de la bebé, que nos cuidó todo el día para que yo pudiera sumirme en la lectura. Una punzada en mi interior, “¿Soy mala madre?” Levanto la vista de nuevo, me cruzo con unos ojos verdosos como los de su padre, con unos pequeños surcos que son una suerte de ojeras, como las mías. Mi bebé me observa desde lo alto, en brazos de mi padre, chupándose los dedos. Sonríe, sonrío yo también. No he contestado a mi pregunta, pero mi corazón está brevemente borracho de amor y puedo (me permito) seguir leyendo. Hace unas semanas había leído “Cómo acabar con la escritura de las mujeres”, y me viene a la cabeza la frase “Cómo acabar con la lectura de las mujeres”. No quiero ser yo misma la que acabe con mi lectura, tampoco quiero ser mala madre, quiero mucho a mi hija. Seguiré leyendo y escribiendo mientras mi hija sonríe, pienso, y así no termino de fallar (ni tampoco de brillar) en ninguna de las dos empresas.

Reflexiono sobre la forma agridulce, casi dramática, en el que la maternidad se pone de manifiesto en muchos ensayos de feminismo o en obras feministas. No me encuentro en esa categoría, y me abruma “No soy solo mala madre, ¿seré acaso también mala feminista?”, lo único que me saca de ahí en segundos es pensar en otras madres con las que hablo, de las que no dudo que estén maternando y siendo a la vez feministas.

Me siento en un barrizal de conceptos. Me aterra el movimiento tradwife, me aterra el concepto de trabajo asalariado como eje vital, y me abruma el patriarcado como hilo conductor de todo. Entre ese barro me agacho y rebusco las maternidades con las que identificarme para cuidar y ejercer la crianza desde la reivindicación. Pero cuesta mucho más de lo que había pensado. Sin embargo, y como todo, la maternidad está empapada de realidades silenciadas o ignoradas.

En el ensayo que estoy leyendo (sobre Beauvoir) aparece de nuevo la maternidad. Subrayo que habla de embarazo no deseado. Me pregunto entonces sobre las maternidades elegidas y las referencias feministas de crianza. Aún no encuentro muchas referencias que conectan directamente conmigo, sí algunos ecos en conversaciones recientes con otras nuevas madres, aunque seamos diferentes.

Tengo una libreta bajo el libro y, de vez en cuando, una frase que me parece reveladora aparece en mi cabeza y la anoto.

Mi madre comenta mientras doy el pecho por segunda vez en la tarde que, como madre, no me puedo permitir tener tanto tiempo para mí que debería, pero esa realidad no me azota con fuerza.

Mi hija aprieta la boca, sus labios son pincitas. Conversamos mientras me sujeto y miro el pecho, temerosa de un mordisco torpe, pero aún así atiendo a mi madre. La conversación baila entre el trabajo y los estudios (dos opuestos radicales en mi vida pero igual de relevantes en mi casa, como dos vidas simultáneas) y yo había anotado en mi libreta algo los espacios públicos siendo masculinizados, y más adelante “MASCULINIDAD COMO PERFORMANCE INCLUSO PARA LAS MUJERES”, así en mayúsculas. Me viene a la mente mientras hablamos, pero no digo nada.

Esa noche ceno sola en casa, y estoy muy cansada. Cuando me reconcilio con la idea de pedir comida mientras doy vueltas con una bebé llorando en brazos, otra idea aparece firme en mi cabeza. Si hago un pedido que es para una sola persona, el repartidor (siempre es un repartidor, seguro que existe alguna repartidora, pero siempre veo por las calles un repartidor) sabrá que estoy sola.

Mantengo una espina de miedo hasta que tengo la comida en la mano y la puerta cerrada. Me enfado conmigo misma.

Me gusta cogerle la mano a mi bebé, acariciarle la mejilla. Cuando lo hago parpadea mucho pero me sigue mirando. Me mira y me mira hasta que se duerme, mirándome. Por supuesto se ha tirado una hora antes gritando, llorando e intentando decirme algo. Cuando no se que quiere, la abrazo para que sepa que al menos estoy ahí, dando vueltas. Pienso que debería saber qué le ocurre, pero no quiero bloquearme así que la abrazo suavemente y le digo que estoy ahí y repasamos el día juntas. Al final cuando se calma un poco, le doy el pecho de nuevo.

Siempre acabo asomada a la cuna con la nariz apretada y ella ahí medio dormida. He preparado y enlatado muchos debates con ella en mi cabeza, pero aún me quedo en hacer pedorretas y sacarle la lengua, que es su idioma favorito.

Cuando se duerme pienso que ser feminista es una función colectiva. No se trata de mirarme a mi misma y tapar las ventanas. De pronto me recuerdo que la crianza también es una tarea colectiva, es algo que intuitivamente pienso, pero además me lo han recordado por varios medios en las ultimas semanas. Me lo ha recordado el grupo de comadres en el que participo, algunos interesantes artículos que he leído hace poco, mi madre al teléfono recordándome que le llame y le pida ayuda cuando haga falta, mi padre cogiéndola en brazos y mi pareja siendo un padre y un amante a la vez. Mi responsabilidad es la de ser madre, no la de ser un mundo, aunque a veces para mi hija parezco serlo. Entonces miro a la cuna otra vez y pienso qué es ser una madre.

Le estoy dando más vueltas de las necesarias, me digo. Las madres son madres. Sin embargo quiero pensarlo, aunque me reproche.

Mi bebé ya está fuera de mí, y se que es una persona propia. Sin embargo siento como si fuera aún mi cuerpo. Es mi cuerpo, fuera. Se que no, se que es su propio cuerpo. La disonancia entre lo que siento y lo que se.

¿Qué más se? Ah si, la crianza es colectiva.